Un día cuando tenía
unos 12-13 años mis padres decidieron que ya era hora de que tuviera un reloj
bueno y no uno de esos que regalaban con los refrescos o con las películas
Disney, sino un reloj que conlleva más responsabilidades.
Resulta que yo como
persona indecisa que soy, no me convencía ninguno e íbamos moviéndonos de
relojería en joyería como quien busca una prenda de ropa que no encuentra,
entonces un día nos metimos en una relojería de la Calle Serrano por curiosear
y a ver si por casualidad encontrábamos algo que me gustara. Yo no entendí muy
bien porqué y sin saber cómo le insinuaron a mi padre que el reloj que buscaba
no lo íbamos a encontrar allí, porque los tienen demasiado caros y claro que
una persona con vaqueros desgastados y alpargatas entrase a comprar un reloj
para una cría, no estaba a la altura del tipo de clientes que solían entrar en
el establecimiento… Es decir, que prácticamente nos echaron por las pintas.
Cuando me explicó mi
padre el porqué de su enfado y de nuestra puesta en marcha a la siguiente
relojería más cercana sin apenas ver lo que había en esa, surgió en mi un
sentimiento de enfado, decepción, injusticia y pensamiento de que el mundo se
deja guiar demasiado fácilmente por la subjetividad y las primeras impresiones
(todo esto en mente y palabas de una persona más joven). Mi padre decía que si
yo hubiese querido me hubiese comprado cualquier reloj, aunque al final por mis
gustos acabamos en una tienda cercana de mi barrio, comprando un reloj sencillo
y “barato”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario