En un rincón de la ciudad
italiana de Verona, se encontraba Sebastian, era una noche fría y húmeda, pero
no podía faltar a su cita de todos los fines de semana, su bar- restaurante
favorito, y no precisamente por la comida que preparaban sino por ella, la que
nunca faltaba, Siena. Ella era una simple camarera con muchas tablas a pesar de
su corta edad, y él le encantaba entablar conversación con ella, a pesar de que
el tiempo espiraba con facilidad entre frase y frase que a penas podían
intercambiar por la cantidad de bullicio y clientela que se agolpaba en las
mesas y en la barra. No, no era un restaurante romántico de los que salen en
las películas como la Dama
y el Vagabundo, no era una cita corriente, pero para él significaba mucho estar
allí.
Se le pasaban las horas
observando como interactuaba con todos y cada uno de los clientes, como con una
sonrisa de oreja a oreja encaraba algún que otro desencuentro, como a veces
bromeaba entre sus compañeras y se veía su verdadera naturaleza. Sebastian a
penas quería incordiarla, se quedaba hasta que cerraban, era el único momento
de verla sin que estuviera corriendo de un lado para otro, y él tenía mucho
tiempo para pasar allí, era escritor y aún con el tumulto se inspiraba en ella,
en su belleza en su dulzura.
Ese día Sebastian sentía que
estaba más guapa que nunca, llevaba el pelo suelto, cosa inusual, dado que
siempre se lo recogía para que no le molestara en el trabajo, desde la lejanía
donde se encontraba la buscaba a ella, su pelo, su sonrisa, sus manos en las
que relucía ese maldito anillo de felizmente casada, su mirada, no había una
igual y sabía que nunca le pertenecería, incluso se conformaba con su reflejo
en el espejo, ya no quedaba nadie en la sala, se dirigió a decirle algo bonito
pero que no sonara descarado y al iniciar la frase un escalofrío le recorrió el
cuerpo, sentía como los músculos se le agarrotaban y hasta su corazón
balbuceaba. Apenas recibió una sonrisa, para él significó mucho más de lo que
ella pensaba y lo más sorprendente es que desde entonces, Siena llevaba muchos
más días el pelo suelto, con algún que otro arreglo, pero suelto, lo que para
Sebastián significó un brillo de esperanza, sus palabras no sólo habían sido
escuchadas sino que produjeron un cambio en ella y en su mirada.
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